miércoles, 11 de mayo de 2016

IMPA(H)RABLES



Las claves de la revolución (El documental). Esa es la primera línea y titulo que escribía antes de adentrarme en esta aventura. Con ella buscaba encontrar justamente eso, los elementos que permiten que una persona renuncie a la comodidad que le brinda una posición de pasividad y decida movilizarse por el bien común. Eso que llamamos empoderamiento y que no acaba de quedarnos del todo claro. Para ello era necesario una documentación previa, unos análisis de casos y una aproximación al tema. Sin embargo, después de pasar unos días en Madrid y en Barcelona puedo decir que más que una aproximación ha sido una inmersión total. Y a pesar de la fascinación que me ha provocado entrevistar a mentes brillantes de académicos ejemplares, las más impactantes han sido ellas. Las mujeres de la PAH.

Si tuviera que definir en una palabra qué es la PAH diría familia. Y más tarde llegarán los análisis sociológicos y comunicativos que se mostraran en el documental, pero hoy solo me sale hablar desde dentro. Desde lo más simple que es a la vez lo más profundo. Compartir una asamblea de la plataforma es a todas luces una lección de humanidad, una lección de compromiso, de lucha, pero sobre todo una lección de cariño.

Yo partía mi proyecto buscando las claves comunicativas que llevan al empoderamiento ciudadano, y sin embargo cuando lo ves de cerca te das cuenta que las palabras se quedan cortas. Porque la empatía en siete letras no puede decir el valor de un abrazo, las miradas de complicidad, los aplausos y las palmadas de “no estás sola”. Y de la misma forma en la que una vivienda no es solo algo material, sino un hogar, una asamblea no es solo una manera de comunicarse sino una forma de sentirse.

La fortaleza de estas personas está en la unión, que impulsa la valentía y mientras lo gritan se convencen de que sí se puede. Y joder que si se puede. Estas mujeres son la prueba viviente de que no hay nada más grande que la lucha colectiva, ni un gobierno, ni un banco, ni una ley. Y nos enseñan otras formas de lucha, a lo Emma Goldman “si no puedo bailar, no es mi revolución” y cantan, y se aplauden, y se ríen. Y se abrazan y se quieren.

El espacio se convierte en una burbuja de emociones, en la que todas tienen cabida pero lo más importante es saber canalizarlas. Desde la rabia, la vergüenza y la depresión, se abre un espacio de confianza en el que la propia comunicación entre ellas ya las empodera.

Sin embargo hay algo más que salta a la vista, la materialización más evidente de que los roles de
género están muy  presentes. En la PAH apenas hay hombres, su presencia es minúscula y este hecho nos habla de muchas cosas. Principalmente lo que refleja es que la concepción de responsabilidad familiar sigue cayendo en el hombre. Cabeza de familia que se siente fracasado al ser incapaz de hacer frente al problema que se le viene encima, y cuyos sentimientos de vergüenza y culpabilidad le impiden acudir a las asambleas en busca de ayuda.


Por el contrario, las mujeres, liberadas de los convencionalismos que coartan la expresión masculina de sentimientos, alzan la voz y se atreven a llorar, a pedir ayuda, a tomar conciencia y a salir finalmente a luchar contra todo un sistema, tal y como hemos repetido mil veces por mi y por todos mis compañeros. 



martes, 12 de abril de 2016

Postureo posmoderno


Llevo mucho tiempo reflexionando sobre el efecto que tienen las redes sociales en mi entorno, en mi misma. Y más allá de la inflación de narices que me produce intentar mantener una conversación con una persona que está mirando una pantalla, mi propio hábito de desbloquear el móvil cada diez minutos o recibir audios que no tienen nada que decir, hay algo que me inquieta aun más. Las identidades que se desarrollan en internet. Y cuando hablo de internet me refiero principalmente a Instagram, Facebook y la última a la que aun me resisto a entrar, Snapchat.

Antes de entrar de lleno en la cuestión quiero aclarar que lo que estoy haciendo no es un juicio hacia fuera sino una autocrítica, que podría servirme para darme un empujón más hacia la persistente idea de comprarme un Nokia y volver atrás. Y es que no son pocas las veces que he pensado en cerrar mi cuenta de Instagram, coger el móvil y tirarlo al mar. Porque yo soy la primera que cae y se deja enredar, y dice que pasa del qué dirán mientras cambia siete veces el filtro de una foto. Pero honestamente estoy hasta el moño de ver platos de pasta y tíos enseñando cacha, de “feministas” que no tienen nada que aportar salvo ego y vanidad, que oye me parece genial, pero no lo llames revolución social.

Asumo  que las personas  tengamos la necesidad de comunicarnos  y que estas redes también sirvan para inspirar, pero me preocupa la importancia que le damos a lo que continuamente intentamos reflejar y me pregunto cuánto es humo y cuánto realidad.  Curiosamente esto me recuerda a mi misma escribiendo somos publicidad hace justo un año y me hace dar una vuelta de tuerca más y preguntarme ¿seremos posmodernidad?


Alguien me dijo alguna vez que Twitter nos hace pensar
que somos ingeniosos, Instagram que somos fotógrafos y Facebook que tenemos amigos. A fin de cuentas, que somos algo más que el otro, que nuestra vida es más interesante, nuestros novios más guapos y nuestra comida más apetecible. Nos hace pensar que somos arte, que lo que hacemos o lo que decimos merece ser compartido. Y en consecuencia, nos lleva a explotar nuestra necesidad de reconocimiento materializándolo en un número de clicks, en algo tan efímero como un like en el que invertimos un segundo en darlo y tres en olvidar.

 Aparte, claro está, del valor otorgado a la belleza, a las apariencias, a lo superficial.


Entiendo que cada uno busca en un sitio distinto la felicidad, pero desde luego esto que hacemos no es natural y me parece que provoca un desarraigo brutal de dónde venimos, de dónde estamos y hasta de lo que somos.


Y sin embargo me planteo si en un mundo posmoderno en el que nada es lo que parece ser, en el que los formatos se confunden, los contenidos se transforman, las líneas se difuminan y la realidad no es alcanzable ¿Somos más auténticos siendo quién somos o quién queremos ser? Tal vez las redes abran un espacio para manifestar una parte de nosotros que en cualquier otro no sabemos expresar. Puede que nos libere. O que nos ate, a un mundo paralelo en el que las relaciones se basan en la estética, en proyecciones, en humo.

Puede que nos envuelva en una ilusión, en un mundo idílico de comentarios y likes en el que no hay decepciones, ni guerras, ni hambre, ni sangre y sudor. La vida es sueño, decía Calderón, ¿nos estamos durmiendo colgados en la red?