Desde que nacemos el ser humano tiene una necesidad que prima
sobre el resto, la necesidad de seguridad. Apenas llegas al mundo reconoces a
dos personas fundamentales: tus padres. Ningunos brazos serán iguales, da igual
que llores de frio, de hambre o de sueño, solo sus brazos pueden calmarte.
Con forme vas creciendo ellos se convierten en dos fuertes
infranqueables que velan para que nunca
te sientas sola o insegura. Solo eres una niña, los adultos están para
protegerte y asegurarse de que no te falte nada. Ellos saben lo que hacen, tu
solo tienes que preocuparte de seguir sus pautas. No existe el miedo a la soledad
o al abandono, no hay decepción ni frustraciones.
Pero inevitablemente creces y la realidad comienza a golpearte
en la cara. Tus padres siguen estando ahí pero ya no te transmiten esa
seguridad incondicional. Ahora la adulta eres tú.
Ahora tus actos tienen consecuencias, las decisiones que tomas
pueden volverse en tu contra y solo tú estarás ahí para encajar los golpes. No sabes cómo enfrentarte a las situaciones
que se te plantean y continuamente te inundan esas ganas de salir corriendo
hacia alguna parte.
Necesitas recobrar la sensación de estabilidad e
inconscientemente comienzas a buscarla
en otra persona, en una pareja. De acuerdo con esto, yo siempre he sido muy
partidaria de la teoría de Freud y su complejo de Edipo; en el que
defiende que el ser humano siempre tiende a buscar en una pareja
patrones que se aproximen a los de nuestros padres.
Entonces aparece él.
Colocándote en un lugar privilegiado, en
una prioridad en la que solo estás tú. Y recuperas esa sensación de paz, solo su pecho puede dártela. Te devuelve a ese espacio
mental en el que nada puede perturbarte; el está contigo y nada malo puede
pasarte. El miedo desaparece y tienes la convicción de que él daría su vida por
ti sin dudarlo un segundo, del mismo modo que lo haría tu padre cuando tenias
cinco años.
Supongo que por eso, después de un desastre amoroso, todas las inseguridades vuelven de golpe
haciéndote más frágil que nunca. Tu mundo estable se desploma y el equilibrio
de tu vida se esfuma. El puente de seguridad que te proporcionaba esa persona
se quiebra, dejándote a ti al otro lado, haciéndote sentir como ese bebé
vulnerable que solo extraña los brazos de su madre.
La necesidad de seguridad es algo que heredamos desde que
nacemos y que convive con nosotros hasta el día en que dejamos de existir, lo
que implica que ese bebé no es más frágil que sus padres, sino que simplemente
ellos han tenido más tiempo para aprender a combatir su propia inseguridad.