Llevo un tiempo dándole vueltas a
esta cuestión. Cada vez que me he dispuesto a interpretar el mundo he partido
de la idea de que el sistema capitalista era la causa de todos los males que
azotaban el planeta.
La destrucción del medio ambiente
se debe fundamentalmente al afán desmedido de lucro por parte de las grandes
empresas. Y esto no solo afecta a la devastación de nuestro entorno, sino que
trae consecuencias a los propios seres humanos. El efecto invernadero, la
destrucción de la capa de ozono, la contaminación de las aguas, la tala masiva
de hectáreas de bosque, el agotamiento de los recursos y las enfermedades
derivadas de la contaminación ambiental son solo algunos de los ejemplos que ya
estamos sufriendo en primera persona.
El capitalismo tiene como
finalidad obtener el máximo beneficio en el mínimo periodo de tiempo posible,
repartiendo posteriormente dicho beneficio entre los pocos dueños de las
grandes corporaciones y contribuyendo así a la concentración de la riqueza. Para
ello, se explota al trabajador y se eliminan costes de producción a través de
la deslocalización o pasando por encima de la justicia ambiental.
Este gigante se alimenta de la fantasía de que todos pueden tener tanto como el que más tiene, algo completamente falso por la propia logística del sistema. Y a partir de esto construye una estructura de valores que se rigen básicamente por el poder económico, todos los valores sociales quedan relegados ante este, y se convierte en la única pieza que determina el resto de la maquinaria.
Pero ¿habría opción de que las
cosas fueran de otra forma?
¿Ha sido el capitalismo realmente
la elección final del ser humano? ¿La materialización de sus deseos primarios?
Si nos diesen la oportunidad de volver a empezar a construir una sociedad, ¿llegaríamos
al mismo punto? ¿Es el ser humano impulsado, por su propia naturaleza, a
predominar uno sobre otro? ¿Acabaríamos siempre buscando el beneficio propio a
costa de los demás? ¿Volveríamos a caer en la ambición y el ansia de poder por
encima de los derechos del resto? Frente
a estas preguntas me atormentaba pensar en la desesperanza que me abordaría en
el caso en que mi reflexión concluyera
con un gesto afirmativo. Pero entonces me percaté de que en realidad
estaba haciendo una vasta interpretación de la teoría nietzscheana, reduciendo
al ser humano a un mero animal sin escrúpulos luchando por convertirse en el
más fuerte. Y la realidad demuestra lo contrario.
Muchas han sido las personas que
han luchado por el bien común, que han descubierto a este gigante y se han
atrevido a enfrentarlo. Y esa fé en las personas hace que el párrafo anterior se
caiga por si solo.
Por supuesto que existe otra
forma de hacer las cosas. Esta no ha sido la elección final de una sociedad,
sino la voluntad de una minoría que se aprovecha de este sistema y que ha
conseguido convencer a los demás de que es la única opción viable. El triunfo
del capitalismo no se debe a causas naturales sino a un esfuerzo ideológico y
un trabajo intelectual de agentes claramente identificables que consiguieron
crear el abono con el que hoy se nutren nuestras instituciones, medios de
comunicación, políticas y organizaciones.
Consumimos más de lo que nuestro
planeta puede soportar. Nos convencemos de que nuestra felicidad está ligada a
nuestro nivel adquisitivo. Pisoteamos nuestras motivaciones e ignoramos nuestro
talento para ser productivos. Y trabajamos más de lo que nuestro país necesita
para crear una plusvalía que no repercute en nosotros.
En palabras de Susan George “Si reconocemos que un mercado dominante,
y que un mundo inicuo no son ni naturales ni inevitables, debe ser posible
construir un contra-proyecto para un mundo diferente.” Y lo es.
No resulta tan disparatado creer en una nación que reparta
igualitariamente su riqueza. En la que el incentivo sea la realización personal
y no el enriquecimiento económico. En la que el talento no se vea coartado por
los recursos económicos. En la que el Estado nos proporcionara vivienda,
sanidad, educación y salario a cambio de servicios públicos.
Y con un reparto
del trabajo en el que los horarios respondieran a las necesidades reales de la
producción necesaria.
Sin embargo cuando mencionamos que un ingeniero cobraría lo mismo que un
pintor nos echamos las manos a la cabeza.
No podemos buscar un Estado igualitario si seguimos manteniendo el
beneficio económico como el fin fundamental.
En ese Estado utópico una bailarina podría realizarse profesionalmente
sin que su nivel económico fuese una traba, siempre y cuando tuviera el talento
necesario para ello. Si por el contrario no lo tuviera podría seguir ejerciendo
su pasión en un plano personal desempeñando otra función que devolviera los
servicios cedidos por el Estado. En cualquiera de los casos podría sentirse
realizada como persona manteniendo una buena calidad de vida y aportando algo
al sistema.
No niego que la historia esté del otro lado al defender este modelo de
sociedad cuando apelamos a regímenes totalitarios, pero debemos ser conscientes
de que la historia se construye y nunca es tarde para cambiarla.
Y puede ser que aun todo esto nos
resulte utópico y que encontremos miles de razones para creer que nunca llegará
a pasar, pero recordando al filósofo y periodista italiano Gramsci: “Contra el pesimismo de la razón, el
optimismo de la voluntad.”