Llevo mucho tiempo reflexionando
sobre el efecto que tienen las redes sociales en mi entorno, en mi misma. Y más
allá de la inflación de narices que me produce intentar mantener una
conversación con una persona que está mirando una pantalla, mi propio hábito de
desbloquear el móvil cada diez minutos o recibir audios que no tienen nada que
decir, hay algo que me inquieta aun más. Las identidades que se desarrollan en
internet. Y cuando hablo de internet me refiero principalmente a Instagram,
Facebook y la última a la que aun me resisto a entrar, Snapchat.
Antes de entrar de lleno en la
cuestión quiero aclarar que lo que estoy haciendo no es un juicio hacia fuera
sino una autocrítica, que podría servirme para darme un empujón más hacia la
persistente idea de comprarme un Nokia y volver atrás. Y es que no son pocas
las veces que he pensado en cerrar mi cuenta de Instagram, coger el móvil y
tirarlo al mar. Porque yo soy la primera que cae y se deja enredar, y dice que
pasa del qué dirán mientras cambia siete veces el filtro de una foto. Pero
honestamente estoy hasta el moño de ver platos de pasta y tíos enseñando cacha,
de “feministas” que no tienen nada que aportar salvo ego y vanidad, que oye me
parece genial, pero no lo llames revolución social.
Asumo que las personas tengamos la necesidad de comunicarnos y que estas redes también sirvan para
inspirar, pero me preocupa la importancia que le damos a lo que continuamente intentamos
reflejar y me pregunto cuánto es humo y cuánto realidad. Curiosamente esto me recuerda a mi misma
escribiendo somos publicidad hace justo un año y me hace dar una vuelta de
tuerca más y preguntarme ¿seremos posmodernidad?
Alguien me dijo alguna vez que Twitter nos hace pensar
que somos ingeniosos, Instagram que somos fotógrafos y Facebook
que tenemos amigos. A fin de cuentas, que somos algo más que el otro, que
nuestra vida es más interesante, nuestros novios más guapos y nuestra comida
más apetecible. Nos hace pensar que somos arte, que lo que hacemos o lo que
decimos merece ser compartido. Y en consecuencia, nos lleva a explotar nuestra
necesidad de reconocimiento materializándolo en un número de clicks, en algo
tan efímero como un like en el que invertimos un segundo en darlo y tres en
olvidar.
Aparte, claro está, del valor otorgado a la belleza, a las apariencias, a lo superficial.
Entiendo que cada uno busca en un
sitio distinto la felicidad, pero desde luego esto que hacemos no es natural y
me parece que provoca un desarraigo brutal de dónde venimos, de dónde estamos y
hasta de lo que somos.
Y sin embargo me planteo si en un
mundo posmoderno en el que nada es lo que parece ser, en el que los formatos se
confunden, los contenidos se transforman, las líneas se difuminan y la realidad
no es alcanzable ¿Somos más auténticos siendo quién somos o quién queremos ser?
Tal vez las redes abran un espacio para manifestar una parte de nosotros que en
cualquier otro no sabemos expresar. Puede que nos libere. O que nos ate, a un
mundo paralelo en el que las relaciones se basan en la estética, en
proyecciones, en humo.
Puede que nos envuelva en una ilusión, en un mundo idílico de comentarios y likes en el que no hay decepciones, ni guerras, ni hambre, ni sangre y sudor. La vida es sueño, decía Calderón, ¿nos estamos durmiendo colgados en la red?
Puede que nos envuelva en una ilusión, en un mundo idílico de comentarios y likes en el que no hay decepciones, ni guerras, ni hambre, ni sangre y sudor. La vida es sueño, decía Calderón, ¿nos estamos durmiendo colgados en la red?