Esta noche os escribo a todas vosotras, a corazón abierto,
con el puño mordido y llamas en los ojos. Por inspirarme, por abrazarme, darme
luz y acompañarme.
Hace unos días compartía en mis historias de Instagram cómo
un hombre me acosó en un autobús. Cómo mis sentimientos iban cambiando hasta
desembocar en un pánico que me impidió ni siquiera levantar la voz. Mi instinto
de supervivencia solo me permitió pensar en cómo saldría del polígono en el que
se encontraba la estación sana y salva. Lo
conté cuando ya había conseguido alejarme de él y había localizado a alguien para que viniera
a recogerme. A mi, una adulta de 24 años. Esa fue una de las sensaciones
posteriores, la indignación.
Pasados unos días, y gracias a todas las conversaciones que
he tenido con las personas que me escribieron, he podido reparar en unos hechos
que tienen más relevancia de la que yo misma creía. En primer lugar, la
capacidad de resignación que tuve para quedarme en el mismo sitio hasta que fui
consciente del peligro que corría; y en segundo, la preocupante incapacidad
para pedir ayuda dentro de un autobús lleno de gente. Cuando se fue el miedo
vino otro peor, el terror de no haber sido capaz de reaccionar.
Cuando lo escribí, empezaron a llegarme mensajes de amigas y
conocidas compartiendo historias, indignación y rabia. A todas las habían
acosado alguna vez, de algunas habían intentado abusar y a otras lo
consiguieron. Entonces sentí un choque de emociones que avanzaban a todo trapo
desde el más profundo dolor hasta una agradable sensación de calidez que
procedía de sus brazos. Todas estábamos incompletas, pero nos sentí una. Esa
paz en medio de mi guerra me dio la serenidad para reflexionar fríamente sobre
el tema y lo menos que podía hacer era devolvérselo.
Desde el principio de los tiempos las mujeres hemos sido una
moneda de cambio, nos han violado, golpeado y asesinado. Han utilizado nuestro
cuerpo sin permiso y durante mucho tiempo nos hicieron creer que ni siquiera
era nuestro. Hoy todavía quedan restos de esa herencia en las raíces de nuestra
conciencia cultural, en nuestras religiones, y en el sistema que nos rige. A pesar de ello nos sentimos sexualmente
libres, pero lo cierto es que nunca nos explicaron ni si quiera lo que eso
significa. Todo lo que sabemos lo hemos aprendido de la televisión o el porno,
y no sé cuál de las dos fuentes es más preocupante.
Todas memorizamos los órganos reproductivos pero ninguna de
nosotras recibió algún tipo de educación sexual y afectiva. Y claro, de
aquellos barros, estos lodos. Igual si nos sentásemos a hablar con nuestros
hijos sobre lo que significa el sexo, el placer, la empatía y el respeto, establecerían
relaciones más sanas y positivas. Igual así nuestras víctimas identificarían
una situación de acoso y sabrían defenderse, los presentes sabrían intervenir, y
los acosadores se lo pensarían dos veces. Igual si dejásemos de normalizar el
miedo en las mujeres algún día podremos viajar con amigas sin acusarnos de que
lo estamos haciendo “solas”. Igual así hacemos niñas seguras y mujeres fuertes.
Igual así algún día consigamos ser libres.