lunes, 13 de abril de 2015

La gran mentira

Podría empezar este articulo diciendo que todos somos publicidad, en un intento de humanizar esta disciplina y haceros empatizar con ella. Podría decir que lo negamos. Que no queremos admitirlo. Pero que si abrimos las verjas que delimitan lo que entendemos con el concepto de publicidad y nos paramos a reflexionar sobre nosotros mismos, nos daremos cuenta de que todos somos publicidad.

Todos comunicamos. Cuando nos vestimos, cuando hablamos, cuando decidimos que fotos subir a Instagram. Creamos un producto, le ponemos un envoltorio bonito y lo vendemos. Nos vendemos. Vendemos una imagen y esperamos que los demás nos compren, al menos nuestro público objetivo, esas personas que queremos que nos acepten.

Negociamos nuestras conductas, negociamos las de los demás y nos compramos. Trapicheamos con amor, con cariño, con respeto, con admiración. Construimos nuestras relaciones en base a la transmisión de ideas que no son más que la imagen que las personas proyectamos las unas de las otras.

Somos branded content, generamos contenido y queremos que los demás disfruten de lo que podemos ofrecerles.

Y es cierto que una parte de mi piensa que si aceptamos que todo esto es un proceso natural, podemos entender la publicidad como una herramienta útil para comunicar y para construir una visión de la realidad acorde con lo que queremos construir de ella.

Sin embargo hay otra parte que me pregunta ¿dónde está la naturalidad? Si nos resignamos a vivir en un mundo planificado ¿dónde queda la espontaneidad?

Como estudiante de publicidad soy consciente de que todas las personas comunicamos, incluso cuando estamos en silencio; y que esa comunicación puede dirigirse para conseguir un efecto, ¿pero dónde queda lo auténtico?

En todos esos procesos de medición y diseño de la información perdemos la espontaneidad, la naturalidad y hasta la libertad.

Me gustaría ver a alguien en el congreso que me mirara con honestidad, una presentadora que
sonriera con sinceridad y una marca de maquillaje que me dijera “no me necesitas”. ¿Qué estúpido suena no?




Será porque odio las dedicatorias prediseñadas, la comida precocinada y las ideas preconcebidas. Será porque no me creo los documentales guionizados, ni los debates, ni las ruedas de prensa. O quizás porque me aburra una vida escrita de ante mano en la que seamos figurantes del Show de Truman.

Supongo que me cabrea la publicidad. Tal vez no soporte la forma en la que especula con emociones y vende humo a precio de oro e inseguridad. Puede que me reviente la manera en la que tapa el daño que hacen sus empresas con acciones de responsabilidad social, que en la mayoría de los casos son imposiciones legales que venden como actos de bondad.


¿Qué hago aquí? Me he preguntado miles de veces en mi aula de la facultad. Luchar. Entrar dentro del sistema y ponerme en su contra. Amar la comunicación locamente y defenderla como un acto en la que dos partes deciden conversar, sin manipulación, sin imposición, sin mentiras. Utilizándola como un altavoz para el cambio y como una herramienta para construir un mundo más justo.


Puede que en cierto modo los humanos necesitemos ser publicidad, aunque más bien opino que es la publicidad la que necesita hacerse más humana.


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