Podría empezar este articulo
diciendo que todos somos publicidad, en un intento de humanizar esta disciplina
y haceros empatizar con ella. Podría decir que lo negamos. Que no queremos
admitirlo. Pero que si abrimos las verjas que delimitan lo que entendemos con
el concepto de publicidad y nos paramos a reflexionar sobre nosotros mismos,
nos daremos cuenta de que todos somos publicidad.
Todos comunicamos. Cuando nos
vestimos, cuando hablamos, cuando decidimos que fotos subir a Instagram.
Creamos un producto, le ponemos un envoltorio bonito y lo vendemos. Nos
vendemos. Vendemos una imagen y esperamos que los demás nos compren, al menos
nuestro público objetivo, esas personas que queremos que nos acepten.
Negociamos nuestras conductas,
negociamos las de los demás y nos compramos. Trapicheamos con amor, con cariño,
con respeto, con admiración. Construimos nuestras relaciones en base a la
transmisión de ideas que no son más que la imagen que las personas proyectamos
las unas de las otras.
Somos branded content, generamos
contenido y queremos que los demás disfruten de lo que podemos ofrecerles.
Y es cierto que una parte de mi
piensa que si aceptamos que todo esto es un proceso natural, podemos entender
la publicidad como una herramienta útil para comunicar y para construir una
visión de la realidad acorde con lo que queremos construir de ella.
Sin embargo hay otra parte que me
pregunta ¿dónde está la naturalidad? Si nos resignamos a vivir en un mundo
planificado ¿dónde queda la espontaneidad?
Como estudiante de publicidad soy
consciente de que todas las personas comunicamos, incluso cuando estamos en
silencio; y que esa comunicación puede dirigirse para conseguir un efecto,
¿pero dónde queda lo auténtico?
En todos esos procesos de medición y diseño de la
información perdemos la espontaneidad, la naturalidad y hasta la libertad.
Me gustaría ver a alguien en el congreso que me mirara con
honestidad, una presentadora que
sonriera con sinceridad y una marca de
maquillaje que me dijera “no me necesitas”. ¿Qué estúpido suena no?
Será porque odio las dedicatorias prediseñadas, la comida precocinada
y las ideas preconcebidas. Será porque no me creo los documentales guionizados,
ni los debates, ni las ruedas de prensa. O quizás porque me aburra una vida
escrita de ante mano en la que seamos figurantes del Show de Truman.
Supongo que me cabrea la publicidad. Tal vez no soporte la forma
en la que especula con emociones y vende humo a precio de oro e inseguridad.
Puede que me reviente la manera en la que tapa el daño que hacen sus empresas
con acciones de responsabilidad social, que en la mayoría de los casos son
imposiciones legales que venden como actos de bondad.
¿Qué hago aquí? Me he preguntado miles de veces en mi aula
de la facultad. Luchar. Entrar dentro del sistema y ponerme en su contra. Amar
la comunicación locamente y defenderla como un acto en la que dos partes
deciden conversar, sin manipulación, sin imposición, sin mentiras. Utilizándola
como un altavoz para el cambio y como una herramienta para construir un mundo
más justo.
Puede que en cierto modo los humanos necesitemos ser publicidad, aunque más bien opino que es
la publicidad la que necesita hacerse más humana.
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